Hay un momento en todo deporte de riesgo —ya sea escalar un acantilado sin red o surfear una ola de diez metros— en el que el practicante sabe que un error mínimo puede ser catastrófico. Esa sensación de vértigo controlado, de adrenalina mezclada con precisión milimétrica, define hoy el día a día de cualquier Product Manager que intente navegar el tsunami digital sin ahogarse en el intento.
Porque ser PM en 2023 no es un trabajo; es un acto de fe en un ecosistema donde las reglas cambian más rápido que los sprints, los competidores emergen de una iteración de ChatGPT, y los usuarios exigen innovación a la velocidad de un click.Hace una década, un roadmap de producto era un documento sagrado, una brújula trazada sobre supuestos estables. Hoy, es una hoja en blanco que el viento de las tendencias tecnológicas puede arrancar en cualquier momento. Imagina planificar una feature durante seis meses, solo para descubrir que una startup desconocida lanzó una solución mejor —y gratis— usando IA generativa. O peor: que tu propio CEO, tras ver un reel en TikTok sobre el “next big thing”, exige pivotar todo el trimestre.
El PM moderno no gestiona productos; gestiona incertidumbre, con la presión añadida de sonreír mientras lo hace, como un malabarista que debe mantener en el aire cinco pelotas… y prender fuego a una.El problema no es la rapidez en sí, sino la ilusión de control en un tablero que se reinventa a sí mismo. Las empresas, obsesionadas con “no quedarse atrás”, han convertido la planeación estratégica en un ejercicio de adivinación.
Se exige a los PMs ser videntes (predecir mercados), psicólogos (decodificar usuarios hiperestimulados), ingenieros (entender ML/blockchain/Web3/quantum computing), y poetas (vender visiones a stakeholders impacientes). Todo ello mientras lidian con herramientas que caducan antes de terminar el tutorial: ¿Slack o Teams? ¿Figma o Sketch? ¿Metaverso o realidad aumentada? La respuesta correcta hoy será incorrecta mañana.
En este contexto, la salud mental de los PMs es la gran sacrificada. Un estudio de 2022 reveló que el 68% sufre burnout crónico, no por exceso de trabajo, sino por la angustia de tomar decisiones con datos incompletos en plazos imposibles. El burnout crónico del que hablan las estadísticas no es ese cansancio que se cura con un fin de semana desconectado. Es una erosión lenta, la misma que sufren los motores de los coches de carreras cuando los obligan a correr sin cambiar el aceite ni revisar las bujías. Para el Product Manager, el desgaste viene de correr tras un horizonte que se aleja a la velocidad de un tweet de Elon Musk, de soportar la presión de ser el traductor entre equipos que hablan idiomas distintos (diseño, desarrollo, negocio), y de cargar con la culpa silenciosa cuando un lanzamiento fracasa —aunque los recursos fueran insuficientes y los plazos, una fantasía colectiva—. Es agotar la creatividad en reuniones que deberían ser emails, y el juicio crítico en priorizar tareas que nadie recordará en seis meses. Lo más cruel no es el exceso de trabajo, sino la sensación de correr en una cinta que no solo acelera, sino que multiplica su pendiente cada trimestre, mientras te exigen sonreír y vender la ilusión de que todo está bajo control. El burnout no es un síntoma; es el precio de una cultura que confunde el sacrificio con la pasión, y la autoexplotación con el compromiso.
Es el síndrome del “FOMO estratégico”: el miedo a que, mientras duermes, el mercado haya girado y tu producto sea irrelevante. Como el alpinista que escala de noche para evitar avalanchas, muchos PMs trabajan en modo supervivencia, no en modo creación.Pero aquí está la paradoja: en medio de este caos, los mejores Product Managers no son los que corren más rápido, sino los que aprendieron a bailar sobre el hielo quebradizo de lo impredecible. Como los surfistas profesionales que leen el océano, han desarrollado músculos adaptativos.
Saben que un lanzamiento fallido no es un fracaso, sino un experimento; que un competidor disruptivo no es una amenaza, sino un recordatorio de que el estancamiento es muerte; que decir “no” a un requerimiento absurdo es tan crucial como decir “sí” a una oportunidad genuina. El camino hacia adelante no es reducir la velocidad, sino redefinir la excelencia. Así como los escaladores de El Capitan no controlan el viento, pero eligen el mejor equipo y entrenan su resistencia, los PMs deben dominar dos habilidades antagónicas: agilidad táctica (iterar rápido, fallar barato) y coherencia estratégica (mantener un norte ético y de valor real). No se trata de hacer más con menos, sino de hacer lo correcto con claridad.
¿La buena noticia? En este deporte de riesgo llamado gestión de producto, cada crisis es un masterclass. Cada cambio disruptivo, un entrenamiento para la resiliencia. Y cada PM que logra lanzar algo significativo en este huracán digital, sin perder su humanidad en el proceso, se convierte en prueba de que incluso en la cuerda floja, se puede danzar.
Al final, quizás ser Product Manager hoy no sea tan diferente de aquel surfista que cabalga olas gigantes: ambos saben que el equilibrio no es estar quieto, sino moverse en armonía con fuerzas que no pueden dominar. La pregunta no es si la próxima ola los derribará, sino cuántas veces estarán dispuestos a remontar, tabla en mano, con la certeza de que el riesgo es el precio de vivir en la cresta de la ola.